De un tiempo a esta parte, puede parecer que Hollywood se ha vuelto progresista. Que, de buenas a primeras y por fin, está dispuesto de levantar la espada de la justicia social para acabar con lacras como el racismo, la transfobia o la homofobia. Sin embargo, nada más lejos de la verdad.
El interés que mueve a la ciudad de las estrellas, y a productoras otrora tan conservadoras como Walt Disney, o a acontecimientos siempre tan elitistas como los Oscars, es el dinero, tal como dejaba bien claro Susan Sarandon recientemente en una entrevista a El País, en la que cuestionaba duramente el amor por el cine de Hollywood y su máscara bienintencionada y liberal.
Aún más recientemente, Richard Dreyfuss, si bien es cierto que en términos menos sutiles, cuestionaba duramente los nuevos estándares (eufemismo de imperativo) de diversidad de los premios de la Academia, recibiendo todo tipo de críticas en las redes sociales. No deja de ser curioso y sintomático que el mismo discurso crítico se interprete de distinta manera según la boca que lo pronuncia y dependiendo de los intereses que implique su defensa.
La crisis del sector ha hecho que los estadounidenses de sexualidades y razas mayoritarias (o normativas, entendiendo siempre norma como “lo más extendido”) no formen un público objetivo suficiente. Próxima parada: hasta el infinito y más allá.También la globalización, Internet y las redes sociales, así como el crecimiento económico de algunos países en vías de desarrollo, ha provocado igualmente que hayan pasado a formar una suculenta parte de un mercado potencial. Como también lo han hecho las minorías raciales y étnicas, los gays y las lesbianas y, de una forma paralela, las mujeres, que han pasado a ser escuchadas en cuanto han comenzado a independizarse social, cultural, laboral y, sobre todo, económicamente.
No importa que algunos de estos colectivos, como el caso de los gays y lesbianas, tuvieran antes su propio cine, primero en el seno del underground y luego en las cuadras del cine indie. No importa que continentes como Asia, y sus países integrantes, poseyeran una industria boyante al margen de EEUU durante varias décadas.Ahora Hollywood no sólo pretende representar a los estadounidenses sino al mundo, a cada uno de sus habitantes, especialmente a los más inquietos culturalmente y a los de mayor capacidad adquisitiva. Y para representarlos hay que integrarlos, y para integrarlos es necesario agradarlos y convencerlos, tenerlos contentos.
Son tiempos de histerismo ideológico. También de absorción y de apropiación identitaria. Pero, principalmente, son tiempos de colonización cultural.
Auge de la representación positiva y el cine didáctico
Toda esta coyuntura ha tenido efectos positivos, neutros y negativos, como suele ocurrir en estos casos. Dentro de los primeros, más trabajo para las minorías dentro del mismo Hollywood y una representación positiva en pantalla, algo que también debería ser analizado atendiendo a sus matices. En contrapartida, un auge del cine didáctico, pedagógico, en el que la monserga y el panfleto sustituyen las más de las veces al mensaje y neutralizan la reflexión compleja.
Y no sólo en el cine con pretensiones autorales, sino también en el de mero entretenimiento, más proclive al escapismo y a la frivolidad. Si antes el cine se veía como un reflejo de lo que ocurría en la realidad, ahora estamos convencidos de que el cine influye directamente en la sociedad y puede cambiarla para bien y para mal.Se extiende un tipo de obra artística directamente opuesto al de la década de los setenta, que supuso una ruptura con el código Hays (que venía a propugnar algo parecido, aunque desde atalayas muy diferentes, y estuvo vigente de 1930 a 1967) defendiendo que las malas acciones no deben ser siempre castigadas en la ficción porque ni los buenos son tan buenos ni los malos tan malos.
Asimismo, se sobrevalora el poder del lenguaje y de toda representación, se maldice sin ambages el estereotipo y la cosificación, y mientras que hoy nadie se toma en serio la influencia de la violencia cinematográfica en la sociedad ni como acicate de la delincuencia (de hecho, hay más violencia que nunca en series y películas), ocurre todo lo contrario con el sexo y su relación directa con el abuso sexual, el acoso y la violación…
Lo que ha provocado que haya tan poco sexo en pantalla como en la época de la vigencia del código Hays o, en España durante la dictadura franquista, con la salvedad de que ahora encima nos sentimos orgullosos de dicha carencia.
¿Cómo confiar en un plan estratégico que, con intenciones más que dudosas, pretende dirigir a su público, diciéndole lo que es correcto e incorrecto, convenciéndole de que lo inmoral debería ser prohibido y castigado, consolidando una suerte de agenda supranacional y lavándole el cerebro para que hagamos uso de una autocensura que priorice siempre el valor social de la obra sobre la calidad artística y su capacidad de ruptura y riesgo?
El otro lado de la integración o el precio a pagar del cambio
Dentro de esta agenda, el colectivo LGTBIQ+ es clave. Durante años, homosexuales y lesbianas lucharon para que todos aceptáramos que los asuntos de alcoba y las preferencias sexuales de cada uno no debían ser un rasgo definitorio del individuo y mucho menos ser motivo de discriminación.
Ahora, con la fiebre identitaria, parece que este detalle vuelve a ser importante, pero no porque las cosas hayan cambiado, sino porque, como ya adelantábamos, los estudios han descubierto el potencial económico de gays y lesbianas, que son el colectivo que, según las encuestas, cobra los salarios más altos en EEUU.
Por esta razón, los personajes queer se han convertido en habituales en el cine mainstream, pero las productoras se cuidan mucho, haciendo gala de un paternalismo ridículo, de que no representen personajes negativos ni desempeñen estereotipos que pudieran (poniendo en cuarentena este “pudieran”) llevar a la discriminación.
En 2023, realidad es equivalente a ficción. Con esto, se va al garete el potencial subversivo que siempre ha tenido el cine LGTBIQ+, no sólo en los años de John Waters, Andy Warhol, George Kuchar, Kenneth Anger, Chantal Akerman, el primer Todd Haynes, Ulrike Ottinger, Paul Morrissey, Jed Johnson, Pratibha Parmar, Rosa von Praunheim, Laurie Lynd, Tom Kalin, Isaac Julien o Derek Jarman, sino, hasta hace bien poco, de la mano de Bruce LaBruce, Greg Arakki, Rose Troche o John Cameron Mitchell.
Comedias románticas como ‘Bros’ o dramedias como ‘Quédate a mi lado’ (‘Spoiler Alert’), ambas en el fondo tan inofensivas, inocuas e inanes, como, que sé yo, ‘Amor de calendario’), al margen de sus virtudes, representan el lado más triste y discutible de esta integración, salpimentadas de ocasionales, condescendientes y gratuitos guiños al colectivo.
La capacidad rupturista ha quedado reducida a un ramillete de tics coyunturales en un desarrollo que se limita a adaptar el lado más conservador del esquema del cine mainstream hollywoodiense, así como la furia, la sordidez, la iconoclastia y la heterodoxia, hasta hace poco emblemas y señas de identidad de su cine, se han visto menoscabados, reducidos a lo ínfimo, para agradar al tipo de espectador que se consideraba abiertamente homófobo hasta hace dos minutos.
La importancia de lo simbólico
Cierto es que, hasta en un pasado reciente, la mayoría (si no todos) de los personajes homosexuales estaban interpretados por heterosexuales. Con los años, algunas de estas películas alcanzaron un nivel de culto hasta el punto de convertirse en icónicas para el colectivo y el movimiento.
Por ejemplo, ‘Mi Idaho privado’ (1991) de Gus Van Sant, protagonizada por Keanu Reeves y el malogrado River Phoenix. Lo mismo podemos decir de ‘Mi nombre es Harvey Milk‘ (2008) del mismo director, donde el líder político y activista Harvey Milk era una magnífica creación de Sean Penn, papel que le hizo merecedor de un Óscar.
Puedo entender que, por su simbolismo e iconicidad, algunos gays sientan cierta desazón al ver a estos personajes interpretados por heterosexuales, que son los que se llevan finalmente los fastos de la gloria por una lucha que, aunque les genere empatía, no han sufrido en su propia carne ni en la de sus allegados. Pero de la misma forma esta desazón puede interpretarse como una conquista o una victoria.
También hay que entender que hablamos de una época en la que muchos de los actores homosexuales permanecían en el armario, en general por estricta recomendación de sus agentes, y no tenían ni estatus ni visibilización suficiente. Hablamos asimismo de una época anterior a las redes sociales, en la que se sabía mucho menos de las vidas privadas de los famosos y tampoco nos habíamos acostumbrado a juzgarla por defecto.
Hablamos también de una época o estadio intermedio (distinto al nuestro, esto es, no nos podemos regir por sus parámetros) en la que los actores y actrices homosexuales que vivían su sexualidad en secreto (sin proclamarla a los cuatro vientos, pero por una cuestión de miedo a la reacción del público mayoritario, pues su condición no estaba penada por la ley) acostumbraban a interpretar a personajes heterosexuales.
Si nos parece mal lo de Keanu Reeves o Sean Penn, ¿por qué no aplicamos el mismo rasero a los papeles heterosexuales que interpretaron actores abiertamente gays? Por cierto, da la casualidad de que Gus Van Sant, director de las dos películas que he citado, sí es homosexual y ha abordado la problemática ligada a su condición desde la excelente ‘Mala noche’ (1985), con personajes interpretados indistintamente por actores homosexuales como heterosexuales. Tristemente, con los años, el celo por la literalidad y la equiparación entre realidad y ficción iba a ir diseminando los primeros sinsentidos.
En 2022 Tom Hanks afirmaba que, de estrenarse hoy, una película como ‘Philadelphia‘ (1993), no podría interpretar al personaje protagonista, un homosexual con SIDA. La explicación de Hanks, una persona generalmente sensata, se entiende sobre todo por lo que el personaje tiene de icónico. Él se aseguró de que quedara claro: “Todo el sentido de la película era no tener miedo. Y una de las razones por las que los espectadores no temieron a la película era porque yo interpreté a un hombre gay. Pero ya superamos eso”.
Valoro las buenas intenciones de Hanks, pero creo igualmente que sobrevalora la importancia de la película. Desde los años setenta muchos actores interpretaron a gays en películas reconocidas en mayor o menor medida, hasta tal punto de que si un proyecto como ‘Philadelphia’ consiguió levantarse sin problemas con un gran estudio detrás, fue porque la figura del homosexual ya no resultaba conflictiva per se. Sí era necesario, y ahí está el gran valor de una película artísticamente discutible, tratar abiertamente el problema de la enfermedad y el compromiso de la sociedad con la comunidad gay.
Sólo para mostrar hasta que punto la sociedad ya aceptaba la homosexualidad dentro del seno de Hollywood, hay que recordar que tan sólo dos años después de ‘Philadelphia’ (y no únicamente gracias a ella) Patrick Swayze, John Leguizamo y Wesley Snipes interpretaban a tres drag-queens en ‘A Wong Fo, gracias por todo, Julie Newmar’, de Beeban Kidron, la respuesta norteamericana al éxito de la australiana ‘Las aventuras de Priscilla, reina del desierto’.
Por entonces, el tema gay ya aparecía hasta en las telecomedias más rancias. Las primeras representaciones positivas e integradoras de los gays en Hollywood se remontan a los finales sesenta (¡!), con títulos como ‘La escalera’ (1969) de Stanley Donen o ‘Los chicos de la banda’ (1970) del recientemente fallecido William Friedkin, dos directores que quizá no estaban en su mejor momento pero en absoluto ajenos al sistema. Pretender que no ha habido evolución desde entonces hasta ahora es querer perpetuar la discriminación por unos intereses puramente partidistas o, peor aún, meramente crematísticos.
¿Importa o no con quién se acuestan los actores?
En un momento como el que atravesamos, declaraciones como las de Tom Hanks sólo pueden ser exageradas, sacadas de contexto y malinterpretadas. ¿Es realmente posible conciliar la idea de que la opción sexual no importa, como han defendido siempre los activistas del colectivo, con la exigencia incondicional de que los personajes homosexuales sean interpretados únicamente por homosexuales? Aparentemente, sí. Como bramaba un enfurecido Bill Burr en un monólogo: “It´s call acting!”. En efecto, se trata de actuar.
Y una de las mejores formas que tiene el actor de mostrar sus cualidades es la de interpretar a personajes que estén lejos de su vida real, y en esto se incluye, por supuesto, las preferencias sexuales, los amaneramientos del gay con pluma y las tosquedades del macho ibérico. Sin embargo, la reflexión se equiparó con rapidez a otros fenómenos como el blackface o el fatsuit y al auge de visibilización del colectivo trans, y lo que en un principio no era más que eso, una reflexión, acabó por convertirse en una exigencia más o menos razonable.
Recordemos: en 2020 una serie tan popular como ‘Los Simpson’ estableció como norma que sus personajes de raza negra fueran doblados exclusivamente por actores de color. La norma hacia el futuro pasó a ser también una ofensa con poder retroactivo: rápidamente la actriz Alison Brie, ese mismo año, pidió disculpas por haber doblado a un personaje asiático en la serie de animación ‘Bojack Horseman‘.
A los peliagudos conflictos anteriores, le sumábamos otro: la competición de privilegios. Y, por tanto, a nadie extrañó que el mismo debate sobre el doblaje y la raza se extendiera a la sexualidad. A estas alturas los que pensábamos que la opción sexual “no importaba” en el campo de interpretación y, en ningún caso, “debía ser determinante” ya habíamos perdido la partida.
Si no era legítimo permitir que los actores blancos pusieran la voz a personajes de otras etnias y razas… ¿podía tolerarse que un heterosexual diera vida a un homosexual en la pantalla? ¿Y al revés? Lo segundo, tal vez, pero en ningún caso, parecía dictar el signo de los tiempos, un intérprete hetero, representante de una mayoría supuestamente opresiva y privilegiada, podía dar vida a un personaje perteneciente a una minoría considerada como oprimida y automáticamente victimizada hasta el punto de ser entendida casi como minusvalía.
Más allá del calado simbólico que creo que plantea Hanks, la sola referencia a actores y actrices LGTBIQ+ en el armario del cine clásico (de Rock Hudson a Charles Laughton) interpretando con convicción a personajes heterosexuales dados los imperativos morales del momento bastaría para dar por cerrado este debate con un puñetazo en la mesa. También hasta poco veíamos a intérpretes hoy felizmente reconocidos homosexuales o bisexuales, como Javier Cámara o Elena Anaya dar vida a papeles dentro de contextos heteronormativos. Una vez pública su condición, han seguido interpretando estos roles, combinándolos con personajes de distinta sexualidad: Elena Anaya en ‘Fatum‘, Javier Cámara en la serie ‘Vota Juan‘.
Si entendemos la condición sexual tan solo como una opción o preferencia íntima, ¿qué necesidad hay de mezclar lo privado con lo laboral? Si, como mandan los cánones del presente, aceptamos que se trata asimismo de una identidad… ¿no constituye un desafío mayor para el actor, puesto que su trabajo consiste en gran parte en representar con credibilidad aquello que no es o, al menos, que no parece ser? ¿Acaso la primera barrera de la magia fílmica no se rompe cuando los intérpretes populares, a los que hemos visto probarse otros nombres y meterse en otros contextos, son capaces de convencernos, siempre a través del tamiz de su talento, que son otros personas que se enfrentan a distintos problemas?
En 2021 la polémica se reavivó a partir de la decisión de Disney del elegir a un actor heterosexual, Jack Whitehall, para interpretar al primer personaje homosexual de Disney en ‘Jungle Cruise‘. No conviene olvidar que, cuando el tío Walt aún vivía, la carrera del ídolo juvenil Tommy Kirk, vinculado a las películas de la productora gracias a títulos como ‘Zafarrancho en la universidad’ (1964) se hizo trizas cuando la productora decidió unilateralmente dejar de contar con él cuando comenzaron a difundirse los primeros rumores sobre su homosexualidad.
Una vez más, además de un exceso de literalidad, creo que nos encontramos con un problema estrictamente relacionado con lo simbólico, con la idea de representación e hito, más que con una norma destinada a perdurar en el tiempo. Con todo, una encuesta difundida este año por YouGov presentó unos datos aterradores: el 30% de los británicos comienza a considerar inconveniente que los heterosexuales/cis interpreten a homosexuales y viceversa.
Citemos ahora unas palabras de Peppermint, la primer mujer transgénero en interpretar un papel relevante en un musical de Broadway, ‘Head Over Heels’, a partir de la decisión de Disney de contar con el cómico inglés Jack Whitehall para un personaje gay en ‘Jungle Cruise’: “Los directores con talento, los directores de cásting y las personas que forman parte de las creaciones artísticas deberían sentirse libre de actuar de la manera que crean más conveniente. En un mundo perfecto todos deberíamos tener la oportunidad de interpretar cualquier personaje”. Luego, matiza: “Sin embargo, en la actualidad las personas homosexuales y trans necesitan participar en el relato de sus propias historias. Históricamente Hollywood ha ganado dinero con películas sobre personas marginadas sin que formaran parte del proceso“.
Las bienintencionadas palabras de Peppermint son fáciles de desmontar. En primer lugar, porque ella misma reconoce que en un mundo perfecto las cosas deberían funcionar de otra manera. ¿No es más lógico ponernos a trabajar para que este mundo perfecto se produzca, sin la necesidad de un estadio intermedio? ¿Qué nos hace pensar de la necesidad de ese periodo de tránsito en el que los gays hagan de sí mismo? ¿La justicia histórica, el equilibrio, la venganza? La necesidad de “participar en el relato” niega la esencia misma de la interpretación.
Por supuesto que Hollywood ha hecho dinero con personajes marginales narrando historias de marginación, pero contar con marginados reales no modificaría la pertinencia y verdad de estos relatos. Es más, en ocasiones, la implicación de actores heterosexuales en la causa gay facilita la conciliación y la normalización. Peppermint propone que este estadio intermedio sea algo parecido a un guetto: cine de homosexuales interpretado por homosexuales y dirigido a homosexuales. Después de décadas con personajes abiertamente gays en el cine, creo que ha llegado el momento de que dejemos atrás estos imperativos.
Peppermint continúa: “Tenemos que reconocer que el arte influye en la que la sociedad trata a las personas marginadas. Muchas veces, las historias de Hollywood sobre homosexuales, trans y otras minorías cuentan con material ofensivo, argumentos trágicos y personajes simples, estereotipados y pocos profundos”. En primer lugar, ¿no ha llegado ya el momento de quitarles a gays y lesbianas la etiqueta de “personas marginadas”, imponiendo que todos sus relatos sean “historias de marginación“? Y como ocurre en el mundo hetero, hay gays, lesbianas y trans que son personas simples y pocos profundas, como ocurre con todos los seres humanos. Incluso perversos y malas personas. ¿No debería el cine reflejar también eso?
La normalización debe pasar siempre por la humanización, nunca por la idealización y la beatificación, pues ahí es donde la integración se confunde con el buenismo y la alteración de la realidad, lo que no hace sino dar alas a las críticas de los homófobos. El buenismo siempre hace buenas migas con la euforia identitaria, que sólo conduce al encasillamiento y, de nuevo, al guetto.
Así, Wentworth Miller, el actor de ‘Prison Break’, anunció tras reconocer abiertamente su homosexualidad que no interpretaría más personajes heterosexuales. “Su historia ya se ha contado”, proclamó, como si lo que definiera a una persona fuera únicamente su preferencia sexual. Aun así, Miller puntualiza haciendo hincapié lo personal de su decisión: “¿Estoy diciendo que los actores homosexuales sólo deberían interpretar personajes homosexuales? No. Pero, para mí, en este momento de mi vida/carrera, es lo que me parece interesante, inspirador, adecuado”. El problema surge, añado, cuando quieres convertir una meditada y legítima decisión personal en dogma y ley.
Hay múltiples casos, pero curiosamente son más curiosos entre los actores heterosexuales y están tocados del paternalismo del que hablábamos. Darren Criss, actor que dio vida a homosexuales en las series ‘Glee’ y ‘American Crime Story: el asesinato de Gianni Versace’ afirmó rotundamente que solo interpretaría papeles de heterosexuales: “Quiero asegurarme de que no seré otro chico hetero quitándole el papel a un hombre gay”. Lo hizo, en cualquier caso, después de haber conseguido un Emmy por interpretar a un homosexual. Lucas Grabeel, de ‘High school musical’, afirmaba asimismo que siente que posee más oportunidades que los gays y que por eso debería dejar que estos interpretasen ese tipo de roles.
Mucho más sabias me parecen las palabras de Jim Parsons, actor homosexual que fue el heterosexual Sheldon en ‘The Bing Bang Theory’ y, recientemente, ha interpretado personajes en gays en la serie ‘Hollywood’ o en la citada ‘Quédate a mi lado’: “Creo que la lucha no está en que sólo los gays interpreten personajes gays. Se trata de que todos los papeles estén abiertos a todos los actores“. Parsons subrayan la importancia de que los gays reflejados en la pantalla sean mostrados como “individuos completos y completamente humanos”, pero en ningún caso hace distinción entre roles positivos y negativos.
Frente a posturas como las de Peppermint, centradas en abrir solamente una puerta (la de los gays accediendo a personajes gays) y la necesidad de afrontar un estadio intermedio, Parsons propone abrir todas las puertas bidireccionalmente, aspirando a un estadio superior, en la que nadie esté condicionado por sus preferencias sexuales. Dejaré para una ocasión posterior, esto es, para un nuevo artículo, los problemas y polémicas derivados del “asunto trans”, no sólo por lo reciente de su irrupción, sino porque creo que comparten características y cuestiones comunes que le otorgan una condición autónoma, al mismo tiempo que los alejan de lo que aquí planteo.
Y aún hay más factores a tener en cuenta. Si bien es cierto que debemos relacionar el empleo de personajes y entornos heterosexuales de directores homosexuales como James Whale o George Cukor con los imperativos y prohibiciones de la época, no podemos hacer lo mismo con el hecho de que gran parte de las obsesiones de autores como Greg Araki, Pedro Almodóvar, François Ozon o John Waters tengan que ver con estos imaginarios, pues en sus filmografías conviven sin apenas roce películas sobre homosexuales con películas centradas en los heteros, e incluso ambos personajes participan de una misma película.
Por citar de nuevo un caso reciente, no deja de ser revelador que un director como Almodóvar, a la hora de afrontar su western ‘Extraña forma de vida‘ decida contar con dos actores heteros como Ethan Hawke o Pedro Pascal, teniendo en cuenta que en pleno 2023 sí que existen actores gays con el suficiente tirón de taquilla y que en cualquier caso su nombre es siempre un reclamo mayor que el reparto con vistas a una taquilla internacional.
No deja de ser una dulce venganza, por parte del director homosexual, no solo bucear en las vidas de personajes heterosexuales sometiéndoles a su mirada queer, sino también una fantasía privada que vira en universal el hecho de convertir a estrellas famosas por su virilidad en homosexuales (citemos ‘Los amantes pasajeros’ y la intervención de Hugo Silva, Antonio de la Torre o Raúl Arévalo), sacándoles de paso de su zona de confort (algo que a los actores les encanta) gracias a la magia del cinematógrafo y el poder creativo del autor y que sí se puede considerar como un triunfo pleno de la revolución y la integración homosexuales. ¿Qué gracia tiene, si no, que el público pague la entrada del cine por ver lo mismo que los actores ya hacen en la intimidad de sus dormitorios?
“He estado con hombres y mujeres”
Caemos en el error de que gays o lesbianas no son etiquetas absolutas. Además del caso de los bisexuales, hay que aceptar que cualquier persona puede pasar por distintas etapas a lo largo de su vida, puesto que la identidad es algo que también muta con los años. La mejor opción para actuar con libertad parece ser la de Gerard Butler: “He estado con mujeres y hombres, pero no soy gay; de hecho no sé ni lo que soy”. Una tabla rasa. Mejor, imposible.
¿Llegará un momento en que los actores tengan que hacer lo que Butler (no definirse) o volver a esconder su condición sexual por temor a no poder acceder a determinados papeles? Me temo que esa parece ser la salida de este laberinto. Bien es cierto que espero equivocarme.
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¿Deben los actores heterosexuales negarse a interpretar papeles homosexuales? El debate de la vida privada, la diversidad y la búsqueda de un “mundo perfecto”
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Espinof
por
Pablo Vázquez
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