Por Meritxell Freixas y Elvira Osorio Seco |
Santiago de Chile (EFE).- Familiares de los seis ciudadanos españoles asesinados o hechos desaparecer en Chile a manos de la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990) siguen esperando justicia casi medio siglo después de las primeras denuncias presentadas ante los tribunales.
Los casos de la militante socialista Michelle Peña, embarazada de ocho meses; el diplomático Carmelo Soria; y los curas Joan Alsina y Antoni Llidó fueron denunciados por abogados y fiscales en España a mediados de los 90 y se convirtieron en piezas fundamentales para la persecución internacional contra el dictador unos años después.
A esa lista también se suman el integrante del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) Enrique López Olmedo y Antonio Elizondo Ormaechea, ingeniero y miembro del izquierdista Movimiento de Acción Popular Unitaria (MAPU), detenido junto a su pareja que estaba embarazada de cuatro meses.
Los seis nombres aparecieron en la orden de detención emitida en 1998 por el juez español Baltasar Garzón para solicitar la detención de Pinochet.
“Pasamos medio siglo buscando”
“Pasamos medio siglo buscando, pero no hay ni verdad ni justicia”, expresa a EFE Patricia Arbarzúa, amiga de infancia y de clandestinidad de Michelle Peña.
Detenida en su casa en junio de 1975 por agentes de la Inteligencia chilena, Peña era una estudiante de 27 años, procedía de una familia republicana exiliada e integraba la cúpula del Partido Socialista en la clandestinidad.
Su hermana Gabriela apenas tenía 10 años cuando le comunicaron la noticia: “La gorda está desaparecida”. Ella, que no entendía qué significaba eso, pensó que en algún momento “volvería a aparecer”.
“Me costó mucho aceptar qué implicaba la desaparición, fui averiguándolo sola”, dice a EFE al recordar cuando, cada día con su madre, hacían una “cola enorme” en la Fiscalía Militar para preguntar por su hermana.
A la espera de la sentencia definitiva del Supremo chileno, Arbazúa asegura contundente. “No concibo que Michelle y su hijo o hija estén muertos, simplemente por una razón de principios”.
“Quiero verte para darte el perdón”
“Si algo malo me ocurriera, quiero que tengan claro que mi compromiso con esto ha sido libremente contraído (…) es lo que me corresponde hacer”. El cura valenciano Antonio Llidó escribió este fragmento en su última carta enviada desde la clandestinidad a su familia en septiembre de 1974.
“Respetamos su decisión de permanecer en Chile a pesar del golpe porque sabíamos que se comprometía mucho con todo y siempre nos había dicho que no dejaría a la gente abandonada allá”, dice a EFE desde España su única hermana, Josefina Llidó.
Un mes después de la última misiva, fue detenido, torturado y trasladado a distintos recintos hasta perderle la pista. El 2010 la Suprema chilena emitió la sentencia definitiva que redujo a cinco años de prisión la pena contra cuatro exmilitares. “Después de muchos años de negarlo, lo más importante fue reconocer que lo habían detenido”, señala su hermana.
Llidó es el único sacerdote detenido-desaparecido de los seis que la dictadura asesinó. El catalán Joan Alsina fusilado en el Puente Bulnes ocho días después del golpe, detenido ese mismo día en el subterráneo del hospital donde trabajaba. El militar que le disparó relató los hechos y años después se suicidó. “Saqué a Juan del furgón y fui a vendarle los ojos, pero me dijo: ‘Por favor no me pongas la venda, mátame de frente porque quiero verte para darte el perdón’”.
Alsina lideraba un sindicato de trabajadores y ejercía de cura en la parroquia de San Bernardo, en la periferia capitalina. Al único condenado por su muerte, el máximo tribunal le dio una pena irrisoria en 2007 de tres años de cárcel, que terminó cumpliendo en libertad.
“Mataron por segunda vez a mi padre”
A Carmelo Soria, trabajador de Naciones Unidas, lo mató la DINA en julio de 1976 y luego simularon un accidente: colocaron una botella de alcohol en su coche y una nota en su bolsillo con la confesión de una supuesta infidelidad de su mujer.
Carmen Soria, su hija mediana, tenía 16 años cuando eso ocurrió. Tuvieron que pasar más de tres décadas hasta que el Supremo chileno, en una sentencia definitiva, condenase a finales de agosto a los asesinos de su padre, que como funcionario del organismo internacional gozaba de inmunidad diplomática.
“Después de 47 años no se puede hablar de justicia, con condenas miserables de 10 y 15 años, es una burla. No puedo estar de acuerdo con eso”, critica en entrevista con EFE.
Denuncia además que la centro-izquierda que gobernó durante las décadas de la transición –la llamada Concertación– “utilizó los derechos humanos para llegar al poder y luego los olvidaron”.
El proceso judicial de su padre se dilató muchos años por la negativa del Gobierno chileno a reconocerle el rango de “funcionario superior”, sostiene. Lo que hubiese impedido aplicar a su caso la ley de amnistía: “La Concertación mató por segunda vez a mi padre”, añade.
Casi 50 años después, Soria dice que, con el último pronunciamiento de la justicia, “se cierra el caso” pero recalca, por sobre todo, que “la sentencia muestra, una vez más, la impunidad que existe en Chile”.
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